Es el tiempo del Amor fraterno. Ha comenzado la cuenta atrás del periodo más intimista del año. Y la Nochebuena es la estrella de estas fiestas en las que todos los sentimientos cobran una intensidad especial y sutil. A muchos se les enciende el corazón de ternura y amor con la familia y con los semejantes. Pero para otros comienza un calvario insufrible de unos días donde es obligatorio ser feliz, porque todo el mundo ha de serlo; aun cuando a ellos les duela la soledad, la pérdida de alguien muy querido o, sencillamente, la vida.
Estos días son muy especiales. Es natural: nos graban a fuego la Navidad durante la infancia y es el referente de lo mejor que hay en el corazón humano. Sin embargo, ¿cómo entender que esta bondad acabe el siete de enero? ¿Por qué el mundo sigue igual después de las fiestas? ¿Es que no ha cambiado nada? Todo vuelve a ser igual, la vida sigue igual, nosotros seguimos igual, yo sigo igual.
¿Qué pasa entonces en Navidad, que toca fibras tan sensibles del alma, para gozar o para sufrir, pero que no cambia nada y sólo dura apenas dos semanas?
El nacimiento de Jesús, lo sabe todo el mundo, no sucedió en estas fechas invernales; mucho menos el 25 de diciembre. El origen de la Navidad es pagano a más no poder, sustituyendo las celebraciones derivadas del solsticio de invierno, desplazando a Mitra, el sol invicto sobre las tinieblas que aterrorizan a nuestra especie. Y desplazando las escandalosas y bullangueras Saturnalia romanas. Hemos sustituido el mítico triunfo sobre la oscuridad por un nuevo culto solar: el Niño Jesús, que, como otras divinidades paganas, nació de madre virgen en una cueva, calentado por una mula y un buey. Y hemos absorbido los excesos de las Saturnales dentro del consumismo desenfrenado y obsceno de la Navidad. En realidad, parece que hemos cambiado poco.
Las tinieblas se nos hacen insoportables. No podemos con la oscuridad, ni siquiera simbólicamente. El acortamiento de los días nos encoge el corazón (mucho más lo hizo en épocas pretéritas). El miedo del ser humano cuando cae la tarde es ancestral. ¿Cómo no vamos a celebrar que los días ya no se acortan más, que empiezan a aumentar, que la Luz ha vencido? ¿Cómo no vamos a festejar que la muerte se ha apartado y que seguimos vivos, un año más? Y sofocamos el miedo que hemos pasado entre celebraciones, comidas y consumo. Paradójicamente, en nombre del Niño Dios nos hartaremos de comer y de beber, para olvidar que todo va a seguir igual; y nos emborracharemos para no recordar que las tinieblas del hambre, del dolor, de la miseria y de la injusticia siguen saqueando el mundo. Pero, qué más da, nosotros y los nuestros seguimos aquí, a salvo; y nuestro Dios-Sol, nuestro Redentor Jesús, ha nacido para eso; ya nos ocuparemos de Él en primavera.
Los símbolos no son desdeñables. Tenemos miedos ancestrales y miedos actuales que aplacar. El mundo seguirá como sigue, pero aquí estamos; y tranquilos, que el sol sigue saliendo todos los días, la noche no ha vencido y todo está bien. Un año más. Y mientras tanto, comamos y bebamos hasta hartarnos, y obsequiémonos unos a otros para demostrarnos que el bien existe, que somos buenos por naturaleza y que todo tiene un orden y un sentido (al menos, estos días). No pensemos. Simplemente, hagamos como que nos lo creemos, y dejémoslo estar.
Pobre Niño Jesús. Pobres de nosotros. Quizás sería mejor que, definitivamente, dejáramos estas fiestas para los niños. O para quienes quieran regresar al mundo de los niños. O a lo mejor es que todos necesitamos regresar a la inocencia de la niñez durante estos días.
Espero que en Nochebuena no me visiten tres espíritus por pensar estas cosas.