Franz Kafka fue un ser intenso, aunque débil, que sufrió mucho. Tuvo una educación terrible, a la sombra de su padre, y ya adulto, trabajó sin vocación en el mundo del Derecho, en una famosa compañía de seguros. Pero, en realidad, escribir era su vida, aunque consideraba que sus obras no eran sino “una prolongación de su enfermedad”.
Como su existencia, sus amores fueron difíciles y tormentosos. Quizás el gran amor de Kafka fuera Milena Jassenská. Milena, un ser rebelde y esclavo a la vez, que también llevaba una vida tortuosa. Estaba casada con Ernst Pollak, muy amigo de los cafés vieneses y del erotismo. Pollak llevó a su casa a la atractiva Mici; y Milena, que estaba dispuesta a ser todo lo liberal que fuese necesario, aceptó el ménage à trois; aunque al final, esta situación no pudo manejarla tan bien como hubiera querido.
En este contexto, se desarrolló un intenso y voraz drama amoroso de dos años de duración (1920-1922), más platónico que real (sólo dos encuentros personales, de apenas cinco días en total), entre Franz Kafka y Milena Jassenská. Dos seres demasiado diferentes, demasiado presionados, demasiado extraordinarios, que mantuvieron una impresionante correspondencia epistolar. Y en una de las cartas, Kafka escribió a Milena estas palabras desgarradoras, que nunca he podido olvidar:
"Sin ti no tengo a nadie, a nadie más que al miedo: echado sobre él y él sobre mí, nos pasamos las noches agarrados el uno al otro".
Franz Kafka falleció en 1924, tras meses de dura enfermedad. La tuberculosis afectó a su laringe (el órgano de la comunicación) hasta el punto de no poder alimentarse más que de líquidos. Paradójico (o inevitable) final para un escritor que luchó toda su vida por expresarse y afirmarse, ante su padre primero y ante el mundo después.
Milena Jassenská, tras descender al infierno de la morfina, fue recluida por los nazis en un campo de concentración, en 1939. Allí fue enfermera y trató de hacer más leve la vida de los demás presos, hasta su muerte en 1944.
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