jueves, 10 de diciembre de 2009

Diez de diciembre, el Día de los Derechos Humanos

La noche del diez de diciembre de 1948, en París, fue aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas la Declaración Universal de Derechos Humanos. No se aprobó por unanimidad, pero tampoco hubo ningún voto en contra (sólo un puñado de abstenciones), y se pronunció a su favor una amplísima mayoría de Estados. No cabe duda de que se trató de un gran consenso mundial.

Fue en 1950 cuando la Asamblea General propuso institucionalizar el diez de diciembre como Día de los Derechos Humanos.

El "padre" de la Declaración Universal fue el francés René Cassin, quien dijo haber elaborado un proyecto ideológicamente aséptico; suponiendo, claro está, que la apuesta valiente por los derechos humanos pueda ser considerada ideológicamente aséptica.

Sea como fuere, la noche del diez de diciembre de 1948 trajo algo nuevo para la humanidad. Es cierto que todos los días hay constantes y atroces violaciones de los derechos humanos; pero también hay todos los días esfuerzos heróicos de muchas personas en todo el mundo, que trabajan por hacerlos valer. Es el gran desafío para los hombres y mujeres del s. XXI, porque bien podríamos decir que sin derechos humanos, no habrá futuro.

Se atribuye a Julio César la célebre frase "Si vis pacem, para bellum" ("Si quieres la paz, prepara la guerra"). Hoy, más de veinte siglos después, bien podríamos ir cambiándola: Si quieres la paz, prepara la Justicia.




domingo, 8 de noviembre de 2009

Puesta de Sol en la Isla de Sancti Petri

No conozco una puesta de Sol que no impresione. Y más cuando sucede en un lugar que fue muy sagrado en la Antigüedad.

La hoy Isla de Sancti Petri, en el Sur de España, en la provincia de Cádiz, fue un lugar santo, pues sobre ella edificaron los fenicios el famosísimo Templo de Melkart (Hércules), bajo el cual -se decía- reposaban los restos de aquel héroe. Fue uno de los santuarios más importantes de la Historia Antigua, recibiendo innumerables visitas de personajes conocidos y desconocidos, que venían de todo el mundo hasta sus puertas a celebrar sus sacrificios rituales a la divinidad que vela por nosotros.

Desgraciadamente, nada hay ya de aquel Templo sagrado. Hoy lo que queda es un castillo del siglo XVIII, que sirvió de baluarte defensivo contra los piratas. Muy alejado de su sacro pasado, el castillo ha sido testigo de los horrores causados por la especie a la que todos nos honramos en pertenecer: el homo brutalis. Los lienzos de las murallas del baluarte fueron ultrajados por las bombas francesas de la Guerra de la Independencia, en un pasado de gloria vana y sanguinaria.

Yo fui hasta allí un uno de noviembre, a contemplar la puesta de Sol, y traté de apartar de mi cabeza esa decadencia, para fijarme en la belleza del paisaje. Respiré profundamente y absorbí toda la energía que fui capaz. Dejé mi mente volar sobre el tiempo y, en mi imaginación, pude ver primero el Templo y, después, a las personas que entraban y salían de él, tras hacer sus sacrificios y ofrendas, cargados de esperanza.

Cuando abrí los ojos, como si yo mismo hubiese participado en esas ofrendas, sentí algo lejanamente parecido a esa esperanza.

El Sol se pone temprano en otoño y desciende sobre el mar velozmente, con la misma rapidez con la que todos nos dirigimos al abismo donde nos espera la Muerte. Fue la de aquella tarde una puesta de Sol perfecta, como un anticipo del que alguna vez será el último día perfecto.

Pero ya es momento de que yo me calle, para dejar que podáis contemplarla por vosotros mismos.



sábado, 24 de octubre de 2009

El espectro del Mausoleo de Adriano

Roma es una ciudad húmeda y calurosa en verano. El placer de pasear por la Ciudad Eterna entre finales de julio y principios de agosto exigía pagar el severo tributo de la canícula. Y aun estando acostumbrado a los rigores de Sevilla, el calor de Roma era exasperante. Por eso me sorprendió tanto la ausencia de aparatos de aire acondicionado en casi todos los bares y restaurantes de Roma. Pero en una ciudad como ésa, hasta esta sorprendente carencia forma parte de sus ilimitados encantos.

- Aun así, Eli –dije-, reconozco que hace veinte años hubiese disfrutado mucho más de este viaje. Entonces tenía a Roma totalmente idealizada. Hoy, sin embargo, aunque reconozco que es desbordante, prefiero las maravillas de la Madre Naturaleza, de Gaia, a las bellezas que son fruto de la mano del hombre.

Dejé de hablar para tomar aire –caliente- y recuperar el resuello mientras seguía andando.

- Aunque tengo que admitir –continué- que, cuando se trata de ruinas como los foros o el Coliseo, a pesar de que abruma lo colosales que son, transmiten un extraño sabor a decadencia.

Eli, exhausta, me sonrió sin pronunciar palabra. Caminaba sin aliento. A lo mejor era yo quien la tenía abrumada a ella con mis tonterías. En cualquier caso, había que guardar las pocas energías que nos quedaban para recorrer la corta avenida que va desde el Vaticano hasta el Castel Sant´Angelo. Y no nos habían exagerado, se trataba de un paseo breve; el único problema consistía en hacerlo a las doce y cuarto del mediodía, a 37 grados de húmedo calor.

Transcurridos unos minutos, detrás de los árboles apareció el lateral del otrora Mausoleo de Adriano, hoy Castel Sant´Angelo. Majestuoso. Tremendo. Excesivo, como todo en Roma. Y a pesar de mis palabras (y como prueba, una vez más, de mi estupidez), me emocioné al sentir que yo estaba allí, en aquel lugar soñado tantas y tantas veces.

Aquel edificio hablaba del pasado. Un pasado de gloria egolátrica, tan frecuente en el Imperio Romano. Un pasado de ambiciones y guerras sangrientas, como cuando los Papas, en situaciones de peligro, escapaban a obtener refugio y seguridad en el Castel Sant´Angelo. Intenté imaginar alguna situación de aquellos tiempos papales, pero mis gustos me traicionaron y mi mente dejó la época del Castel y se fue a la del Mausoleo. Los que gustamos de senderos y castillos nos decantamos en seguida por las épocas más remotas, con gloria o sin ella, pero primordiales. Sí, indudablemente, prefiero el Mausoleo de Adriano al Castel Sant´Angelo. ¡Pero a ver cómo se distinguía ahora el uno del otro, si estaban fundidos entre sí, como dos vinos que se vierten en un mismo tonel!

Y sin embargo, fue fácil: bastó con entrar en su interior y empezar a recorrer las primeras galerías, avanzando por la rampa elicoidale. Yo me sentía en el Mausoleo, no en el Castel. Aquel largo pasadizo oscuro, y algo más fresco que el tórrido exterior, empezó a encantarme; y a Eli también. Continuamos avanzando.

A pesar de la invasión de hordas de turistas (nosotros éramos una simple horda de dos), aun con el punto de fuga del runrún de las conversaciones de los curiosos y agotados visitantes, incluso así, el lóbrego carácter de aquel lugar, indudablemente Mausoleo y no Castel, empezaba a impregnarnos. Hasta una paloma agazapada sobre un foco de luz en una esquina abovedada formaba parte del ánima sobrecogedora de aquel lugar. Pero lo más impresionante todavía estaba por llegar. Y no me refiero, precisamente, a las extraordinarias vistas de Roma con que el Castel Sant´Angelo nos obsequiaría un buen rato después, cuando llegáramos a lo más alto, sino a aquello que estaba a punto de sucederme.

Las galerías dejaron de ser curvas y se tornaron rectas. El itinerario se hacía sobre una estructura metálica central, levantada sobre el pavimento. De repente, accedimos a una estancia diferente, especial. Las paredes eran amarillentas por la iluminación y la estructura metálica, con barandas, ahora se elevaba a cierta altura sobre el nivel del suelo: habíamos llegado al sanctasanctórum del Mausoleo.

Era la cámara sepulcral de Adriano. Adriano, sucesor de Trajano e hispano como él, de Itálica, muy cerca de Sevilla. Me resultaba chocante pensar que el hombre que estuvo allí enterrado vio en su infancia la misma campiña que veo yo en mi tierra.

Adriano perteneció a la dinastía de los Antoninos, el siglo de oro del Imperio Romano (el siglo II d.C.). Llevó los límites del Imperio más lejos aún que Trajano. Fue, además de un gran emperador, un enamorado de la belleza y del mundo griego.

En la pared, sobre el fondo de un cegado arco de medio punto, había una inscripción.

- ¿Sabes, Eli? Cuenta la historia que Adriano tuvo un gran amor en su vida.

- Bueno -respondió ella-, supongo que a Adriano no le faltarían candidatas, ¿no?

- No, desde luego. Incluidas las esposas de sus fieles cortesanos. Sin embargo, su gran amor fue un joven, un adolescente bitinio. Se llamaba Antínoo y cuenta la historia que era de una belleza extraordinaria.

- Vaya. ¿Y fueron felices?

- Quién sabe.

- ¿Por qué? ¿Qué pasó?

- En un viaje que hicieron, Antínoo se arrojó al Nilo.

- ¡Se suicidó! ¿Por qué hizo una cosa así?

- Pues resulta difícil saberlo. La versión oficial dijo que se suicidó por amor a su emperador.

- ¿Por amor? Sería, más bien, por desamor.

- No, no, por amor. Al parecer, se dijo que Antínoo había consultado a un mago y que éste le había dicho que si Antínoo ofrecía en sacrificio su vida, Adriano viviría más tiempo del que el destino le tenía deparado.

- ¡Ya estamos! ¡Otro con el tiempo! Me recuerda a tu dichosa busca de la Fuente de la Edad. ¿Y por qué dices que ésa es la versión oficial? ¿Qué se decía por los mentideros romanos?

- Pues... Bueno, se dijeron otras cosas.

- ¿Qué? Déjate de misterios y cuéntalo ya.

- Las malas lenguas dijeron que Antínoo fue víctima de su propia belleza. Sufrió la persecución del viejo verde de Adriano y, cuando Antínoo comprendió que ya no iba a poder escapar de sus deseos libidinosos, prefirió suicidarse antes que caer, literalmente, en sus manos.

- ¡Oohh!

- Bueno, ten en cuenta que Adriano tuvo muchos enemigos que hicieron lo imposible por difamar su imagen. A saber si esto es cierto o no. De todas formas, hay otra versión más romántica, aunque muy amarga también.

- Pues creo que voy a preferir ésa. Cuéntamela.

- La explica Marguerite Yourcenar en su novela “Memorias de Adriano”. Dice que entre ambos, Adriano y Antínoo, existía una intensa pasión y un profundísimo amor.

- Esto ya me va gustando más.

- Sin embargo, Adriano era un amante un poco cruel. Antínoo empezó a sufrir las humillaciones y los desprecios a los que le sometía el caprichoso emperador. Eran pequeñas (y no tan pequeñas) sevicias de amante sádico, a menudo delante de todo el mundo; y sin faltar tampoco el frío estilete de los celos.

- ¡No me lo puedo creer! ¿No amaba tanto a Antínoo?

- Antínoo no pudo soportarlo más y decidió vengarse de la forma más despiadada que supo: quitándose la vida. La versión oficial dijo lo que ya te he contado, pero Antínoo sabía que Adriano entendería el verdadero motivo de su muerte: privarle de él y hacerle sentir culpable por el resto de sus días. Y desde luego, lo consiguió.

- Cuánto odio. Eso no es amor. Ni por parte de Antínoo, ni por parte de Adriano, desde luego.

- Al parecer, Adriano quedó sumido en una profundísima melancolía y jamás fue capaz de superar aquel dolor. Elevó a Antínoo oficialmente a la categoría de dios y fundó una ciudad consagrada a él: Antinópolis.

- ¿Y no hubiera sido más fácil haberle amado normalmente, sin más? ¿Qué clase de amor es ése, que se divierte en causar dolor a quien, supuestamente, ama?

Yo no tenía respuesta para esa pregunta. En realidad, no tengo respuesta para casi ninguna pregunta de ese estilo. ¿Qué demonios habrá en el corazón de cada hombre y de cada mujer? ¡Ya cuesta trabajo reconocer lo que tiene uno en el suyo! A saber -pensé- lo que me hubiera dicho Adriano si me hubiera escuchado...

Nos habíamos quedado los dos en silencio. Sin darme cuenta, me encontré embobado mirando a la inscripción de la pared.

- ¿Qué es eso? –preguntó Eli-.

Empecé a leerla a media voz.

Animula vagula blandula
hospes comesque corporis
quae nunc abibis in loca
pallidula rigida nudula
nec ut soles dabis iocos.

- Son unos versos en latín. Adriano también era poeta. Cuando estaba próximo a morir, ya gravemente enfermo y sabiendo que le quedaba poco tiempo, escribió ese poema. Adriano está hablando a su alma.

Eli consultó en su teléfono a San Google, siempre tan socorrido:

- Adriano murió... en el 138 d.C, con 62 años de edad. ¿Murió al poco tiempo de que Antínoo se arrojara al Nilo?

- No. Adriano tuvo casi ocho años para llorar su pérdida (yo había consultado a San Google antes de salir de España).

- Ocho años de venganza... ¿Y qué significan esos versos? A ver...

Nuevamente, Eli convenció a San Google para que hiciera el milagro:

- Pues... es difícil de traducir. Podría ser algo así como:

“Pequeña alma, vagabunda, blanda,
huésped y compañera del cuerpo,
¿a qué lugares te retirarás ahora,
pálida, rígida, desnuda,
para no darme ya las bromas que solías?"

Aquellas melancólicas palabras se habían depositado plúmbeas sobre el aire de la cámara. Quedamos los dos en silencio, mirando la inscripción, apoyados en la baranda. Eli, meditabunda, siguió caminando hacia la sala siguiente. Yo permanecí aún un poco más, leyendo en voz baja el poema.

Animula vagula blandula...

No reparé en que el calor había desaparecido por completo.

Hospes comesque corporis...

Tampoco reparé en que el bullicio sordo que impregnaba el fondo del ambiente había desaparecido.

Quae nunc abibis in loca...

Quae nunc abibis in loca...

Estaba tan absorto en los versos que no advertí que alguien estaba pronunciándolos, casi simultáneamente, a mi lado.

Pallidula rigida nudula...

Pallidula rigida nudula...

Ahora sí. Ahora me había fijado. Había alguien a mi lado recitando el poema. Me parecía un acento extranjero, pero algo distinto al de los italianos. Sin embargo, su pronunciación era agradable de escuchar. Transmitía algo, sumamente bello y triste a la par. Esta vez me quedé callado y sólo habló él.

Nec ut soles dabis iocos.

Temiendo lo peor, me di la vuelta y le miré, y en efecto, allí estaba, con la mirada fija en la lápida de los versos. Era un hombre mayor, alto y corpulento, vestido con una túnica blanca; tan blanca y semitranslúcida como lo era su propia piel; tanto, que a su través se podían ver los detalles del muro que había detrás. Tenía barba rizada, al antiguo modo helénico. Yo estaba petrificado y con las pupilas muy abiertas. La figura, lentamente, se dio la vuelta hacia mí, me miró a los ojos y me dijo con voz pausada y profunda:

- La eternidad es larga y desoladora. Hay demasiado tiempo para reflexionar y para atormentarse por los errores cometidos durante el breve paso por la vida.

No pude articular palabra. El espectro volvió a hablar.

- Daría la inmortalidad de mi alma a cambio de recuperar, por un solo instante, el amor de Antínoo.

Yo estaba aterrorizado. Un grito subió desde mi pecho y quedó ahogado en mi garganta. Sentí una mano en mi hombro, pegué un respingo y un sudor frío me invadió. De repente, fui consciente otra vez del bullicio de fondo y del calor que hacía en la cámara. Me di la vuelta y descubrí la cara preocupada de Eli y su mano cálida sobre mi hombro.

- ¿Qué haces aquí todavía, José María? Me tenías intranquila. Creí que venías detrás de mí.

Me giré rápidamente hacia la figura semitranslúcida, pero había desaparecido. Tardé algo en reaccionar. Las palabras volvieron a mi garganta. Con dificultad, le contesté.

- Nada... Estaba pensando...

Eli me miró con extrañeza.

- ¿Pensando qué?

- Pensaba... en lo complicados que somos los seres humanos... Para algunas personas es más difícil amar al ser amado que gobernar el imperio más grande de todos los tiempos...



viernes, 7 de agosto de 2009

La noche de las Perseidas

Un año más llega el verano y con él la lluvia de estrellas más famosa: las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo (la festividad del santo es el diez de agosto). Las Perseidas se originan cuando la Tierra atraviesa la estela de partículas que dejó a su paso el cometa Swift-Tuttle, produciéndose un espectáculo que es un auténtico regalo del cielo.

Las Lágrimas de San Lorenzo pueden observarse desde el 17 de julio hasta el 24 de agosto, pero su máxima actividad tendrá lugar la madrugada del día doce de agosto. Y parece ser que este año va a ser más espectacular que otros, ya que la intensidad será mayor. En efecto, los astrónomos utilizan una magnitud llamada Tasa Horaria Cenital -o Zenital- (THZ), que no es sino el parámetro que mide el número de meteoros por hora. Pues bien, la actividad normal de las Perseidas es THZ 100; sin embargo, este año se prevé una THZ 200, al parecer por la influencia de Saturno.

El cielo (como a todo el mundo, supongo) me ha impresionado profundamente desde niño. Y hace años que procuro no perderme este obsequio veraniego que nos hacen los dioses desde la profundidad de la noche. Este año hay un pequeño handicap: ahora mismo tenemos luna llena y la semana que viene, en pleno auge de las Lágrimas, habrá cuarto menguante, lo que hará que sea más difícil ver la lluvia de estrellas. Pero estoy seguro de que, aun así, el espectáculo merecerá la pena.

Me encanta recordar la emoción de otros años, cuando llegábamos al sitio que habíamos elegido, lejos de las luces de la ciudad; y de pronto, aparecía la primera estrella fugaz. Cualquier intento por mi parte de explicar ahora esa emoción, aun cuando utilizara un millón de palabras poéticas, estaría condenado al fracaso: hay que vivirlo para entenderlo.

Este año me gustaría ir a verlas la noche del sábado 15 al domingo 16. Y no sé aún qué sitio elegir. Es fantástico perderse por senderos y castillos, y encontrar un lugar privilegiado y perdido para presenciar el espectáculo. He estado en lugares realmente inolvidables: en un puerto de mar, en un castillo o delante de las ruinas de una ciudad tartesia. Da igual. Lo importante es estar. Y si además se tiene la fortuna de ir acompañado de una persona, o de varias, que sientan también esa pasión, ¿qué más se puede pedir esa noche a la vida?

Al fin y al cabo, la felicidad está construida a base de diminutos momentos infinitesimales... como las pequeñas y fugaces Perseidas.



La Luna en una noche de Perseidas, delante de la ciudad tartesia de Tejada la Vieja.

jueves, 23 de julio de 2009

Rituales de Magia en la Torre del Águila

Una clara tarde de junio, Eli y yo llegamos hasta El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera; lo atravesamos y seguimos por las carreteras SE-9015 y SE-9016. Desde varios kilómetros antes, sobre los preciosos campos de girasoles se veía, solitaria y altanera, la Torre del Águila, con la sobriedad que dan los siglos. Alcanzamos nuestro destino, la Barriada de La Cañada, a unos cincuenta kilómetros de Sevilla, donde dejamos el coche, y anduvimos hasta la loma que sube a la Torre.

A pesar de su belleza, estábamos pisando un suelo que en otras épocas fue de discordia y de sangre. La Torre del Águila es una de las muchas fortificaciones que se encontraban a lo largo de la Banda Morisca, esa tierra de nadie que dividía los Reinos de Sevilla y de Granada, donde dos culturas enfrentadas por la religión y por el interés, pugnaban violentamente por un mismo territorio.

El cerro donde se encuentra la Torre no es demasiado elevado, pero sí lo suficiente como para dominar toda la zona y ofrecer un magnífico regalo a la mirada. Al sur, está el pantano del Águila y, en la lejania, las Torres de Lopera y de El Bollo. Al noroeste, El Palmar de Troya y la majestuosa basílica de los cismáticos carmelitas de la Santa Faz. Al noreste, la lluvia quiere romper, y no puede, sobre la campiña.

La torre se encuentra en estado de ruina y le han robado algunos bloques de piedra de la fachada principal, junto a la puerta, que está orientada al oeste. Algunos sillares, al norte y al sur, conservan las marcas de cantero. La puerta estuvo tapiada, por los restos de ladrillo que aún quedan, pero hoy se puede franquear. El interior está sucio y lleno de pintadas, como si las generaciones contemporáneas no soportaran la majestuosidad de este edificio del siglo XIV, o quizás anterior, y quisieran destruirla con su vandalismo. Y a fe que han fracasado, porque aun en ruinas y masacrada, la Torre sigue siendo colosal. Al mirar al techo, se ven dos magníficas cúpulas sobre pechinas realmente imponentes. En esas alturas se encontraban las dependencias del alcaide de la Torre, que debía tener una vista de toda la zona verdaderamente envidiable.

Al sur se encuentra la escalera para subir, pero falta un importante número de peldaños, por lo que el ascenso y, sobre todo, el descenso, resultan arriesgados. ¡No hay necesidad de romperse la crisma! Aunque podemos ver cómo unos zagales del pueblo (mejor dicho, algunos de esos zagales) sí suben.

Pero el interior de la Torre aún guarda una sorpresa más. Una verdadera puerta a otro mundo: en el suelo se hallaban dispuestas en círculo (hasta que los zagales las apartaron y alinearon junto al muro de poniente, allá ellos) varias velas encendidas, con imágenes del Sagrado Corazón, de la Virgen, de San Pancracio y de Fray Leopoldo. Extraordinario. En un suelo en el que ha habido asentamientos humanos desde la Edad del Bronce, se regresa a lo ancestral y se practican rituales mágicos. La elección del lugar no podía haber sido mejor.

Y como si hubiéramos descubierto algo prohibido, nos espera un viento siniestro al salir. Al frente, el cielo ha roto a llorar por fin y las columnas de lluvia caen sobre el campo. Los rayos del sol se abren paso azarosamente entre las nubes.

Un lugar misterioso y mágico. Y quizás lo más sorprendente se encontraba aún enterrado bajo nuestros pies: la perdida ciudad romana de Siarum.



martes, 19 de mayo de 2009

Adiós, Laura

Hoy he recibido una dura noticia. Por algún tipo de sincronicidad, el mismo día en que el mundo llora la pérdida de Mario Benedetti, yo he sabido que la semana pasada fallecía mi alumna Laura.

Laura Victoria, Vicki, luchó como una leona durante dos años. Sin embargo, en esta ocasión venció la enfermedad. Laura ha dejado huérfanos a tres críos. Hace falta mucha comprensión para encajar algunos golpes de la vida.

Y por estar muy ocupado, por tener mucho que hacer, por ir dejándolo todo para otro día, mi llamada y aquel desayuno prometido se demoraron tanto, que no llegaron nunca. Ahora que ya es tarde, me pesa ese pequeño tiempo que no le dediqué.

Sit tibi terra levis, Laura, que la tierra te sea leve.

Te veré en la otra vida.



sábado, 28 de marzo de 2009

Ceremonia de apertura de lugar, bajo la luz de Sirio

En aquel tiempo, yo no sabía aún quién era Emilio Fiel. Y realmente, no fue hasta después de aquella noche cuando supe de él y de las cosas que está haciendo. Aunque me di perfecta cuenta de que el hombre que ofició aquella fascinante ceremonia tenía que ser alguien muy especial.

Sucedió al poco de iniciarse la primavera de 2009, en un lugar de gran tradición mágica y de veneración a la Diosa Madre ancestral: la aldea de El Rocío (Huelva), famosísima en todo el mundo por su Virgen y su romería en Pentecostés. Todavía me pregunto si fue o no una casualidad el que aquella noche, una hora antes, Eli y yo, al más puro estilo romero (aunque no fuera la fecha), nos hubiésemos bautizado el uno al otro en las aguas del sagrado río Quema...

Emilio Fiel y los Danzantes Concheros de Hispania se encontraban en una plaza de la aldea, y él presidía una impactante ceremonia de apertura de lugar, bajo la luz de Sirio, estrella a la que invocó, y que imperaba en el cielo sobre nuestras cabezas. Los Concheros tocaban sus conchas, esa especie de guitarra hecha con el caparazón de una tortuga, aunque no danzaron.

En un momento del magnético ritual, los asistentes fueron ahumados. Cuando todos pasaron, Eli, más valiente que yo, pidió recibir también el incienso sagrado y fue cordialmente acogida. Yo, en cambio, prisionero de mis inseguridades, no me atreví a pedirlo, a pesar de que estaba hipnotizado por la convergencia de fuerzas que allí se manifestaba.

Como tantas otras veces, lamento haber perdido la ocasión.

Ahora que ya todo es distinto, que yo soy distinto, tal vez el destino me dé una segunda oportunidad.



domingo, 15 de marzo de 2009

Exorcismos: ¿quién teme a la palabra del Padre Fortea?


“Por el Dios vivo, por el Dios verdadero, por el Dios santo, / yo te exorcizo, espíritu inmundo, enemigo de la fe, / enemigo del género humano, conductor de la muerte, / padre de la mentira, raíz de todos los males, / seductor de los hombres, provocador de los dolores.


Te abjuro, maldito dragón, / en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, / para que abandones de raíz y que huyas / de este ser plasmado por Dios”.
(Rituale Romanum)

Este fin de semana (14 y 15 de marzo de 2009) se ha celebrado en Toledo el Congreso Nacional “Ciudad de Toledo”, sobre el mundo de lo oculto, la magia y el misterio. Ha contado con ilustres ponentes, como Fernando Sánchez Dragó, Enrique de Vicente o Javier Sierra, entre otros; autores todos ellos que han dicho y dicen cosas verdaderamente sugerentes y rompedoras acerca de lo chocante de este mundo y de los otros.

Sin embargo, aunque bien valdría la pena hablar de todos y cada uno de los ponentes que han asistido al Congreso, voy ahora a referirme únicamente a un singular ausente al mismo. Se trata del Padre Fortea, conocido por todos por ser exorcista y por su esfuerzo divulgador sobre tan siniestra cuestión. El Padre Fortea iba a exponer “El exorcismo: una lucha con los poderes de las Tinieblas”; título más que inquietante, que, por desgracia, ha quedado totalmente relegado por una inesperada prohibición.

La página web de la organización del Congreso ha lamentado tener que comunicar “la caída de la ponencia del Padre Fortea”. Las razones aparecen recogidas en una carta dirigida por el exorcista a la organización, que dice lo siguiente:

“Estimado señor:
Deseo comunicarle con la presente que no me va a ser posible dar la conferencia que tenía prevista en Toledo el 14 de marzo. La razón se debe a que mi superior en la diócesis de Alcalá de Henares (a la que pertenezco) me ha prohibido dar conferencias con carácter general.
Lamento comunicárselo tan cerca ya de la fecha del evento, pero ha sido estos últimos días cuando se me ha comunicado la prohibición.
A todas las personas que le pidan explicaciones a usted, puede decirles que efectivamente yo me comprometí a asistir, pero que como clérigo sometido a obediencia, no me queda otra posibilidad de obedecer. Pregunté si me era posible mantener los compromisos ya adquiridos en la agenda de este año, antes de recibir esta orden, pero la respuesta fue que no.
Siento las molestias que todo esto le pueda ocasionar, pero insisto en que no puedo hacer otra cosa que someterme.
¡Que Dios le bendiga!”

Verdaderamente, todo lo que rodea al Padre Fortea es misterioso...

Al principio era el Verbo. La palabra es poder. La creación comienza con la palabra; y, al parecer, su antítesis, la destrucción, también. Por eso se ha dicho: "la palabra mata".

¿Quién teme a la palabra del Padre Fortea? Se supone que debería ser el Maligno Enemigo, ¿no?



domingo, 1 de marzo de 2009

El Callejón de las Brujas

Todos tenemos la suerte de conocer en la vida a alguna persona extraordinaria. Yo conozco a Alanna. Alanna es una mujer atractiva, más o menos de mi edad, con una aguda perspicacia para leer en los corazones. Lleva una vida corriente, como todos, inmersa en su ciudad (la mía), su época y su mundo. Sin embargo, tiene algunos dones que la hacen especial; eso la ha llevado por derroteros especiales.

Alanna practica la magia Wicca.

Una fría noche de domingo, me llamó por teléfono.

- José María, necesito que me acompañes a un sitio.
- ¿Adónde?
- Yo te guiaré.
- ¿Ocurre algo, Alanna?
- No, tranquilo. Confía en mí.

La recogí con el coche. Daba la impresión de que no sabía muy bien hacia dónde íbamos, pero me guiaba con seguridad y, algo después, nos encontrábamos en carretera. Nos dirigíamos en dirección al noroeste, hacia la Sierra de Aracena. Conforme avanzábamos, Alanna daba más muestras de seguridad. Cuando llevábamos hora y media de camino, Alanna se alteró un poco:

- ¡Aquí, José María, es por aquí!

Nos desviamos de la carretera principal y, unos minutos más tarde, entrábamos en un precioso pueblo: Castaño del Robledo. Era un pueblo pequeño y, a aquellas horas de la noche del domingo, absolutamente solitario. Aparcamos junto a una enorme y fantasmal iglesia inacabada, del siglo XVIII. El macizo edificio no tenía ni vida ni destino. Estaba allí, como un monumento inmenso a lo que pudo ser y no fue. Pero las macilentas y anaranjadas luces que lo iluminaban permitían ver que albergaba vida: en un pequeño hueco en cuadrado que tenía la fachada a medio terminar, podía verse una paloma acurrucada en la fría noche. ¡Aquel lóbrego edificio, tan inerte y, a la par, convertido en refugio de la vida! Una hermosa paradoja para una noche tan cruda.

Comenzamos a caminar, sin saber exactamente hacia dónde íbamos. Alanna parecía abstraída.

- ¿Sabes, José María? Cuando no entendemos a alguien, lo excluimos. Cuando alguien no piensa igual que nosotros, o es diferente, o nosotros lo vemos como diferente, lo expulsamos. Y a veces, hasta lo matamos.

La miré con extrañeza, pero no dije nada. Continuamos caminando por las empedradas calles estrechas del pueblo y llegamos hasta la Iglesia de Santiago. Estaba cerrada y la rodeamos. Alanna siguió hablando.

- A los seres humanos no les suele gustar que alguien se salga del rebaño. En mi caso, hay personas que no entienden que practique la Wicca, a pesar de que es la creencia más espiritual que existe y una forma perfecta de comprender la naturaleza y los divinos principios masculino y femenino. Todavía muchos piensan que la magia es mala, porque creen que toda magia es Magia Negra. Y no es más que miedo e inseguridad lo que les impide acercarse a conocimientos tan ancestrales y tan pacíficos como los que yo practico.

Al final de la fachada de la iglesia aparecía la Plaza del Álamo. Delante, una anticuada cabina telefónica. Por la izquierda, desembocaba un siniestro callejón.

- En otros tiempos, querido José María, era mucho peor. El que no creía en lo que todos creían, si tenía el valor de decirlo, lo pasaba mal. Muy mal. Podía morir por ese motivo.

Y en ese momento alcanzamos el tétrico callejón que subía por la izquierda y vimos su nombre. Nos quedamos petrificados: “Callejón de las Brujas”.

- Alanna, ¿es aquí donde venimos?

Alanna no articuló palabra alguna. Estaba como ensimismada, asustada, en guardia. Era un callejón pequeño y frío, extremadamente frío, cuyos escalones descendían haciendo una curva a la derecha, por lo que no se veía su final. Comenzó a bajar las escaleras. Yo me quedé arriba, observándola, entre perplejo y confundido. Alanna se detuvo y se volvió hacia mí.

- ¿Te das cuenta, José María? El Callejón de las Brujas termina en la Iglesia de Santiago. Termina en suelo sagrado... En este lugar... ¡Dios mío, cuánto sufrimiento hay en este lugar...!

Su rostro estaba estremecido. Sus ojos brillaban y algunas lágrimas corrían por sus mejillas. Una tristeza infinita se había apoderado de ella. De repente, como si acabara de descubrir algo, se sobresaltó y me gritó:

- ¡José María! ¡Deprisa, ven a mi lado!

Yo estaba atónito. No acerté a moverme. Un viento gélido y salvaje se levantó de pronto.

- ¡Rápido! ¡Ven aquí!

Bajé corriendo los escalones. Casi la arrollé cuando llegué hasta ella. Inmediatamente, señaló con su índice hacia el suelo y trazó un círculo invisible que nos envolvió a los dos. El viento arreció y se volvió aún más salvaje y su bramar no dejaba sitio a ningún otro sonido. El frío y el miedo se habían apoderado de mí. Y en ese momento, sucedió algo extraordinario. De las fachadas y del suelo, por todas partes, comenzaron a surgir sombras. Sombras negras de espectros con expresiones de dolor y de pánico. Sombras deformes que yo sentía que eran de seres humanos.

Alanna estaba también aterrorizada. Pero se sobrepuso. Empezó a mirar valientemente hacia las sombras que nos rodeaban amenazantes, intentando atravesar el círculo. Yo empecé a temer que nuestra protección mágica cediera y quedásemos a su merced. Pero Alanna alzó los brazos y exclamó:

- ¡En el nombre de la Diosa! ¡Yo os ordeno que abandonéis la Oscuridad y volváis a la Luz! ¡Y descansad! ¡Descansad! ¡Descansad...!

El viento seguía arreciando. Alanna continuaba repitiendo su invocación. Las sombras corrían de un lado a otro, sin poder atravesar el círculo. De repente, tras una última invocación, como si las hubiera amansado, las sombras dejaron de acosarnos, se detuvieron y se dirigieron callejón arriba; y, en lugar de regresar a las tinieblas de las que provenían, se filtraron por los muros de la iglesia y entraron en el recinto sagrado, desapareciendo. El viento cesó y la paz volvió a reinar en el Callejón. En medio del silencio, nos dejamos caer exhaustos sobre los escalones. Cuando Alanna recobró el aliento, sin dar ninguna explicación me dijo:

- Vámonos, José María. Ya hemos terminado aquí.

A la semana siguiente, regresé a Castaño del Robledo, en busca de respuestas. Ahora era de día y el tiempo era magnífico. Lo que otrora era un pueblo frío y fantasmal se había convertido en un lugar luminoso y lleno de gente por todas partes. Recorrí el mismo camino que había seguido una semana antes con Alanna y llegué hasta el Callejón de las Brujas.

Pregunté a algunos del pueblo por qué aquel callejón se llamaba así. Todos me dieron la misma explicación: en una de las casas, hoy con el techo hundido y en ruinas, en otro tiempo había vivido una bruja; de ahí el nombre.

Esa explicación no me satisfizo. Después de preguntar a varias personas más, en una última intentona, pregunté a un señor muy muy mayor que paseaba lentamente con su bastón, a la altura del callejón, junto a la iglesia. Pensé que, al ser tan mayor, seguramente conocería una explicación más antigua y más exacta. Pero me repitió la misma historia otra vez. Le repliqué, diciendo que eso no me parecía más que una leyenda y que la realidad debía ser otra. El señor mayor me dijo con aire socarrón:

- Hace bien en dudar, amigo. No se crea todo lo que le cuenten. Observe con los ojos del corazón, no con los del pensamiento. Así no se equivocará nunca.

El hombre se alejó lentamente hacia la Plaza del Álamo, perdiéndose entre el alegre bullicio de la gente, en una radiante mañana, cargada de promesas y de futuro.