jueves, 23 de julio de 2009

Rituales de Magia en la Torre del Águila

Una clara tarde de junio, Eli y yo llegamos hasta El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera; lo atravesamos y seguimos por las carreteras SE-9015 y SE-9016. Desde varios kilómetros antes, sobre los preciosos campos de girasoles se veía, solitaria y altanera, la Torre del Águila, con la sobriedad que dan los siglos. Alcanzamos nuestro destino, la Barriada de La Cañada, a unos cincuenta kilómetros de Sevilla, donde dejamos el coche, y anduvimos hasta la loma que sube a la Torre.

A pesar de su belleza, estábamos pisando un suelo que en otras épocas fue de discordia y de sangre. La Torre del Águila es una de las muchas fortificaciones que se encontraban a lo largo de la Banda Morisca, esa tierra de nadie que dividía los Reinos de Sevilla y de Granada, donde dos culturas enfrentadas por la religión y por el interés, pugnaban violentamente por un mismo territorio.

El cerro donde se encuentra la Torre no es demasiado elevado, pero sí lo suficiente como para dominar toda la zona y ofrecer un magnífico regalo a la mirada. Al sur, está el pantano del Águila y, en la lejania, las Torres de Lopera y de El Bollo. Al noroeste, El Palmar de Troya y la majestuosa basílica de los cismáticos carmelitas de la Santa Faz. Al noreste, la lluvia quiere romper, y no puede, sobre la campiña.

La torre se encuentra en estado de ruina y le han robado algunos bloques de piedra de la fachada principal, junto a la puerta, que está orientada al oeste. Algunos sillares, al norte y al sur, conservan las marcas de cantero. La puerta estuvo tapiada, por los restos de ladrillo que aún quedan, pero hoy se puede franquear. El interior está sucio y lleno de pintadas, como si las generaciones contemporáneas no soportaran la majestuosidad de este edificio del siglo XIV, o quizás anterior, y quisieran destruirla con su vandalismo. Y a fe que han fracasado, porque aun en ruinas y masacrada, la Torre sigue siendo colosal. Al mirar al techo, se ven dos magníficas cúpulas sobre pechinas realmente imponentes. En esas alturas se encontraban las dependencias del alcaide de la Torre, que debía tener una vista de toda la zona verdaderamente envidiable.

Al sur se encuentra la escalera para subir, pero falta un importante número de peldaños, por lo que el ascenso y, sobre todo, el descenso, resultan arriesgados. ¡No hay necesidad de romperse la crisma! Aunque podemos ver cómo unos zagales del pueblo (mejor dicho, algunos de esos zagales) sí suben.

Pero el interior de la Torre aún guarda una sorpresa más. Una verdadera puerta a otro mundo: en el suelo se hallaban dispuestas en círculo (hasta que los zagales las apartaron y alinearon junto al muro de poniente, allá ellos) varias velas encendidas, con imágenes del Sagrado Corazón, de la Virgen, de San Pancracio y de Fray Leopoldo. Extraordinario. En un suelo en el que ha habido asentamientos humanos desde la Edad del Bronce, se regresa a lo ancestral y se practican rituales mágicos. La elección del lugar no podía haber sido mejor.

Y como si hubiéramos descubierto algo prohibido, nos espera un viento siniestro al salir. Al frente, el cielo ha roto a llorar por fin y las columnas de lluvia caen sobre el campo. Los rayos del sol se abren paso azarosamente entre las nubes.

Un lugar misterioso y mágico. Y quizás lo más sorprendente se encontraba aún enterrado bajo nuestros pies: la perdida ciudad romana de Siarum.