sábado, 31 de diciembre de 2016

Una costumbre personal en la última noche del año

Desde hace años, tengo una pequeña costumbre secreta en Nochevieja y me gustaría contárosla hoy. En realidad, es algo muy simple. Durante esta noche, ya tarde, aunque siempre antes de las doce, en algún momento en que en todas partes están ocupados con la cena y la celebración, a mí me gusta, en casa, inventarme alguna excusa para "desaparecer" durante cinco minutos de donde están todos reunidos y marcharme a la última habitación. Allí abro la ventana y me asomo a la oscuridad de la noche; siento el frío en la cara y en los huesos (porque en Sevilla, contra todos los tópicos, hace frío); y ese aire de la última noche del año caduco me hace sentir vivo y sentir bien.

Entonces, respiro profundamente y trato de recordar a todo el mundo, a quienes conozco y a quienes no he visto nunca; os recordaré a vosotros, lectoras y lectores de este blog, y trataré de imaginaros esta noche en vuestra cena, en vuestras vidas; también trataré de recordar especialmente a quien puede que no tenga quien le recuerde esta Nochevieja; o a quien haya sido expulsado de su hogar o de su tierra. Incluso como otras veces hago, fabularé cómo sería esta noche hace siglos, en el paisaje que se extiende ante mis ojos, cuando lo habitaban más allá de la muralla (si un día fuerte, ya desmoronada) los que fueron antepasados de los antepasados de nuestra generación.

Y un año más, nos imaginaré a todos en una especie de barco, navegando sobre un mismo mar...

No digo que me salga muy bien, pero haré lo que pueda.

El año 2016 ha traído a mi vida algo extraordinario, algo que lo cambia todo. Y ahora me siento preparado para entregarme a mi destino en 2017. Esta noche pensaré que mañana por la mañana, cuando me levante, quizás escuchando el Concierto de Año Nuevo, habrá empezado otra era. Sentiré que la noche anterior (hoy) ha terminado una época que deja paso a otra diferente y más prometedora; no en lo material, o en lo profesional, o en el éxito social; me refiero al advenimiento de una vida con corazón, existencialmente nueva, de serena comprensión y que fluya con lo más esencial de las cosas.

Como me incluyo entre los que creen que el breve lapso de tiempo que pasamos en este mundo es por algo y para algo, creo también que aquí venimos a afrontar un Buen Combate. Pienso mirar al nuevo año desde esta perspectiva; y que la vida nos lleve adonde nos tenga que llevar.

Deseo para vosotros, y para mí, valor, fortaleza, ánimo sereno y mucho, mucho corazón para nuestro Buen Combate en 2017.



viernes, 23 de diciembre de 2016

Feliz Navidad

La Navidad es siempre una época entrañable y difícil a la vez. Os deseo Feliz Navidad y que 2017 sea generoso con vosotr@s.




martes, 29 de noviembre de 2016

El puente romano del Salado

Todos los años, en la época en que los árboles pierden sus hojas y el Sol no tiene fuerza suficiente para mantenerse en lo alto, cuando las tinieblas llenan temprano el cielo y las lluvias y el frío recuerdan al hombre cuán poca cosa es, todos los años, cuando esto sucede, llega la tristeza. No puedo explicar por qué llega ni por qué invade los corazones de los humanos. Lo único que sé es que aparece como un viento frío, cuando menos se la espera, y que los mortales no nos damos cuenta de que ha llegado hasta que la tenemos dentro.

Cuando esto sucede, me gusta ir al puente romano.

Tomé el coche y salí desde Sevilla en dirección a Ronda. A la altura de Montellano, tomé la primera salida de la derecha. Era ya todo un camino hacia la Historia. La carretera A-8128 es una antigua cañada real que atraviesa lugares sobre los que se han posado los ojos de hombres de la más remota antigüedad, pero también los de hombres de Roma y del pasado medieval de la Banda Morisca; lugares que hoy se entregan a un agro pacífico y laborioso, y que ofrecen a quien tenga la curiosidad de ir a verlos unos atardeceres imposibles. El mero hecho de tomar esta carretera me hizo sentir aliviado del peso de una existencia plomiza y absurda. Y el posar mi mirada sobre aquellos horizontes, como tantas generaciones anteriores habrán hecho, me devolvió la calma del que se sabe una simple pieza más del eterno samsara, del que algún día, tal vez, podremos salir.

Después de avanzar unos cinco kilómetros, divisé la Torre de Lopera en lo alto de una loma. Allí aguantaba, como podía, el paso de los siglos. La carretera atravesó el arroyo del Salado, con más historia que moléculas de agua en su seno, e inmediatamente, frente al camino a la Torre, aparqué en un rellano del arcén. Había llegado a mi destino: allí, invisible desde la carretera, se encontraba el viejo puente romano.

El puente sobrevive en un lamentable estado, pero aún permite salvar el arroyo. No tiene ningún cartel que avise de su presencia. No tiene ningún nombre. No tiene ningún lujo: sólo su decadente belleza y la historia que rezuma por todos sus poros.

Lo atravesé andando y, al llegar al otro lado, bajé y me acerqué al hoy exiguo cauce del arroyo del Salado. Vi una piedra que, amablemente, me ofrecía descanso y acepté. Me senté y, en silencio, escuché el murmullo del agua y contemplé la panorámica del puente.

En Los trabajos y los días, Hesíodo explicaba que la historia humana no es sino la crónica de la decadencia. En un principio, hombres y dioses convivieron en una situación bastante parecida: fue la Edad de Oro. A ésta sucedió la Edad de Plata, donde los mortales fuimos viniendo a menos y la Madre Tierra, Gaia, se volvió menos generosa con nosotros. Nuestro descenso ad inferos continuó y llegamos a la Edad de Bronce. Tras ésta, siempre en caída libre, llegó la Edad de los Héroes, la mítica era de Aquiles y Patroclo, Héctor y Paris, y todos los héroes que lucharon en Troya.

Pero no bastó con los héroes: la especie humana siguió cayendo y alcanzó la terrible Edad de Hierro, en la que nos encontramos ahora mismo; una edad esforzada y de servidumbre, azarosa y alejada del espíritu y de la riqueza generosa de Gaia. El mismo arroyo del Salado es paradigma de la Edad de Hierro, pues si bien narran las crónicas del s. XIX que era un arroyo de salvaje cauce e imposible de vadear, lo cierto es que hoy puede sortearse con un simple salto.

Hesíodo profetizaba que aún había de llegar una Edad peor que la de Hierro, pero no quiero imaginar siquiera cómo será.

Enzarzado en estos pensamientos, regresé a mi tristeza interior. De tanta melancolía, me sentí tan cargado de años como el vetusto puente romano y consideré mi cuerpo y mi alma como aquellas viejas piedras gastadas, vencidas y caídas. Sin embargo, no pude evitar reparar en la extraña belleza de aquel superviviente del tiempo. Su desgaste me hacía temer por su futuro, pero allí estaba. La belleza curvilínea de las bóvedas que antiguamente albergaron al cuerpo de guardia seguía manteniéndose. Su arco rebajado, con las muescas inevitables de la edad, seguía presidiendo sobre el arroyo. El puente llevaba allí, al menos, dos milenios: había llegado a este mundo mucho antes que yo, y seguramente me sobrevivirá a mí y a mis pensamientos. Posiblemente, otros hombres de otras épocas remotas también se sentaron allí, en alguna piedra, a contemplar la perenne estabilidad del puente. A lo mejor también llegaron tristes y también se deleitaron con la intemporal belleza de la construcción. Quién puede saber cuántas veces ha sucedido este diálogo entre un caminante y un puente, y cuántas veces tendrá que suceder aún.

Fue entonces cuando me di cuenta de que mi tristeza se había ido. No dejaba de sentir cierto desgarro dentro de mí, pero ahora todo era distinto. Entendí que el puente, el viejo puente romano, seguía prestando su servicio: permitía que los caminantes pudiéramos seguir nuestro camino. Y comprendí que todos estamos aquí para algo, todos tenemos una misión.

La tarde empezaba a declinar, así que me levanté de mi piedra, respiré profundamente, inundé mis pulmones con el aire frío y mis oídos con el murmullo suave del arroyo. Agradecido por el mensaje, remonté el puente, lo atravesé y llegué hasta el coche.

En ese momento, al otro lado, por el camino a lo lejos, apareció un rebaño de ovejas, dirigido por un pastor y su perro. Unos instantes después, las ovejas cruzaban ordenadamente el viejo puente romano, inundaban el rellano donde me encontraba y seguían tranquilamente su camino. El pastor llegó adonde yo me encontraba:

- Buenas tardes.

El hombre lo dijo mirándome a los ojos, con amabilidad, con gesto adusto, pero cordial, al contrario de lo que suele suceder en la ciudad.

- Buenas tardes –le respondí.

El puente que hace dos mil años se construyó para servir a los soldados invasores, hoy era utilizado por un ejército distinto: una cohorte de pacíficas ovejas, capitaneada por un pastor de mirada franca y su perro. Sin saberlo, aquellos romanos embelesados con sueños imperiales habían servido a un plan superior.

Ahora estoy seguro de que, del mismo modo, sin saberlo, todos servimos a un plan superior.



sábado, 2 de julio de 2016

Abandonados en las Islas de Arán

A pocos kilómetros de Doolin (Irlanda), donde embarcaríamos hacia las Aran Islands para pasar el día, detuvimos el coche y admiramos el paisaje. Una torre con aire medieval presidía la escena. Eli y yo contemplamos fascinados aquel lugar perfecto, primordial, donde las frías aguas del Atlántico Norte se perdían hasta el horizonte.

"Sin duda -pensé-, la Ítaca que yo busco debe estar más allá, en esta dirección".

Tomamos el barco, el Tranquility, un curioso nombre para aquel cascarón de nuez que no paraba de zarandearse y marearnos con el oleaje. Navegamos por aguas de delfines y dejamos atrás las islas de Inisheer e Inishmaan, y llegamos a nuestro destino, la isla más lejana de todas, Inishmore. Y allí, en contra de todo pronóstico, nos quedamos y pasamos la noche. No fue previsto. No fue decidido. Tampoco hubo ninguna circunstancia sobrevenida. Fue, simplemente, porque perdimos el barco...

Y esto fue una gran suerte.

Cuando a las cinco de la tarde (la hora a la que debimos haber embarcado en el Tranquility), la isla se vació de turistas, las calles y caminos de Inishmore quedaron desiertos. Conocimos y recorrimos, incluso a oscuras, la isla, la de verdad. Hablamos con personas encantadoras, deseosas de charlar con los dos extranjeros, y avanzada la noche, disfrutamos de la cerveza y de las canciones y los bailes tradicionales del conjunto irlandés que actuó en uno de los dos únicos pubs que había en toda la isla.

Cuenta una leyenda gaélica que El Creador, hechizado por la belleza de las Aran Islands, ordenó que las estrellas siguieran brillando aquí con el mismo fulgor primigenio que tenían cuando las islas emergieron del mar. Sin embargo, Eli y yo fuimos privados de aquel tesoro: el cielo estaba cubierto y no abrió. Al parecer, según nos dijeron después, las nubes fueron cosa de San Enda, el patrón de la isla; el muy pícaro gasta esta broma a los visitantes que le caen bien, para que tengan que volver otra vez a este paraíso.

Al día siguiente, el Tranquility regresó a buscarnos. Yo maldije que lo hiciera.



viernes, 22 de enero de 2016

El sueño de un dios sin tiempo

Caminaba sin rumbo por la Sevilla intramuros, perdido en el laberinto de sus calles sin horas. De repente, me encontré en la que se llama Aire y descubrí, sobre la pared, que un poeta había dado a la nostalgia forma de palabras.

Respiré profundamente. Yo también pude sentir la espina aguda del deseo, mientras la juventud pasada, por un instante, volvía.